Abstract
Aquella ocasión en que don Carlos conoció a Plinio Sánchez le pareció que el buen humor del comerciante inundaba el lugar. Sánchez, obeso y bonachón, lo acogió con familiaridad excepcional sin reparar en su condición de forastero. Verlo ahora tendido bocabajo en el barro, exangüe y grotesco, negaba todo lo que un día dio por sentado. Uno a uno reconocía en el camino a quienes llegaron a ser sus amigos, más que socios. Hubiera querido acomodar sus cuerpos, honrarlos, llorar por ellos; pero no quedaba lugar para la humanidad en ese mediodía de muerte.
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Copyright (c) 2024 Camilo Javier Velandia Arias