Pinceladas regionales

Estuve una vez en Colombia

I was once in Colombia

Concepción Lucia Romero Pérez
Universidad de Matanzas, Cuba

Entretextos

Universidad de La Guajira, Colombia

ISSN: 0123-9333

ISSN-e: 2805-6159

Periodicidad: Semestral

vol. 17, núm. 33, 2023

entretextos@uniguajira.edu.co



DOI: https://doi.org/https//doi.org/10.5281/zenodo.8218463

Estuve una vez en Colombia, en La Guajira colombiana, en la Universidad de La Guajira que auspicia esta revista, me impresionó el camino, carretera que une a Barranquilla (donde nos dejó el avión) con la ciudad de Riohacha Allí se encuentra la universidad en la que desarrollé mi actividad docente junto a otras dos profesoras cubanas.

Desde la llegada a Barranquilla y en viaje hacia la Guajira comenzó mi admiración al observar el río Magdalena, que para mí era como un mar, por el que navegaban o se encontraban anchados barcos de cierto calado, un entorno inimaginable, por su exuberancia, en el paisaje de mi Isla.

En la carretera vi por primera vez a la población wayuu, sobre todo sus mujeres y sus niños, casi siempre descalzos estos últimos, en medio de aquel paisaje que por momentos me recordaba a Cuba, sobre todo, cuando divisaba el mar y cuando pasamos por un lugar al que llaman Ciénaga, que por su vegetación me hizo pensar en la Ciénaga de Zapata, donde por obra de la Revolución triunfante en enero de 1959 no encontramos niños sin zapatos, a pesar de las difíciles condiciones económicas por las que atraviesa nuestro país. En algún lugar vi construcciones en un medio lacustre, que se alzan sobre pontones y traen a la memoria imágenes de las viviendas aborígenes a la llegada de los conquistadores españoles a Cuba.

Ya en la ciudad de Riohacha conocí un territorio agradable, no solo por estar a orillas del Caribe, sino por su limpieza, la presencia de personas acogedoras y la estancia en el antiguo Hotel Padilla, tranquilo y donde comencé a degustar la comida colombiana, de lo cual guardo un simpático recuerdo cuando en el menú que se nos ofrecía aparecía “Muchacho en salsa”. El asombro fue colectivo con mis compañeras porque para nosotras un muchacho es un niño o adolescente, que como es lógico no se nos presenta en salsa y mucho menos para comer. La amabilidad de quien nos atendía aclaró de qué se trataba y pudimos recrearnos con el sabroso plato. Más adelante, con la ayuda de algunas estudiantes de los cursos de maestría que impartíamos pudimos disfrutar de otras exquisiteces culinarias como el arroz que cocinan con coco, completamente nuevo para nosotras.

Desde la cercanía del ‘Padilla’ pudimos observar el desfile por el Día de la Independencia, y nos emocionamos al ver uniformados marchando marcialmente al ritmo de las bandas de música y que cerraba el desfile un amplio grupo de mujeres, también uniformadas, que integran la policía wayuu.

La universidad nos había acogido amablemente y en sus aulas conocí la diversidad de la población colombiana, en la que se mezcla lo occidental con lo ancestral.

Con el apoyo de dos maestrandas y su familia pude realizar un sueño que jamás pensé cumplir y con ello hice realidad una sugerencia que nos había dado el amable cónsul colombiano en La Habana, cuando fuimos a la embajada para realizar los trámites reglamentarios para el viaje. Se trataba de visitar Cartagena de Indias, lugar privilegiado que conserva Colombia en todo su esplendor.

Con sus modernas construcciones convive su cuidadosamente resguardada ciudad amurallada, en la que el recorrido se hace placentero, al contemplar las antiguas murallas con sus torrecillas y aspilleras y las moradas con sus rejas y balaustradas de metal o madera, las puertas aderezadas con aldabas y otros adornos, la presencia de arbustos y bellas flores en sus balcones, que descienden para perfumar el paso del transeúnte, sus iglesias, sus plazas, sus artesanías. Un momento especial fue la visita a la Universidad, presidida por la tarja que recoge su fundación en 1827 por los padres de la patria Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, y poder encontrarnos frente al busto del Libertador, y del erigido en conmemoración del centenario de la muerte del alumno y Rector de la institución Dr. Rafael Núñez; ver los jardines y esculturas; sentarnos en los bancos que identifican el lugar, apreciar su grandeza como formadora de profesionales comprometidos.

Otro impresionante e inolvidable momento fue la visita al Museo de la Inquisición, en el que se hizo posible percibir los horrores de esa forma despiadada de actuación; y no puede faltar en esta crónica que me refiera a la emoción sentida ante la casa del grande Gabriel García Márquez, el Gabo, que tantas alegrías nos ha brindado con la lectura de sus obras y tanta tristeza, al conocer la pérdida física de este querido amigo de Cuba.

Santa Marta resultó un objetivo a conocer, para vislumbrar su bahía, y su presencia desde el lomerío que la rodea. La bella Colombia se hizo para mí un entorno querido.

Muy importante fue conocer algunos elementos de la cultura wayuu que me causaron admiración. Su matrilinealidad, el amor que sienten los wayuu por su cultura, el importante papel que desempeña el palabrero en medio de una sociedad donde se manifiesta la violencia.

Un día en clase alguien se quejó de que los wayuu huían de la civilización y se adentraban en los montes. Yo hice la pregunta ¿qué es para ustedes la civilización? Quería hacerles pensar en que la civilización no es despojar a los wayuu de sus tierras, tampoco imponerles un idioma cuando ellos poseen el suyo, ¿es acaso civilización la discriminación de la mujer, como se manifiesta en la cultura occidental? Para los wayuu la mujer es sagrada, no resulta atacada incluso en momentos de confrontación entre familias y la familia wayuu es diferente a la nuestra, tan numerosa, tan respetuosa, yo diría: tan familiar.

¿Y la educación de niños y niñas? ¿El vínculo con los padres y las madres? ¿La presencia del palabrero para zanjar las diferencias?

Pude conocer sus artes manuales, sus tejidos, sus trabajos con conchas marinas, sus vestidos, sus hamacas, que venden en una calle central de Riohacha.

Allí encontré muchas muestras de civilización, que contradicen la colonización cultural que desarrolla el mundo desarrollado e imperialista.

También pude ver discriminación, mujeres y niños viviendo en casas improvisadas, con paredes y techos de cartones y pedazos de zinc, pisos de tierra. Vi a niños pidiendo comida para llevarles a sus madres y abuelas. En medio de una sequía atroz vi al hombre wayuu conduciendo sus chivos en busca de agua y algún alimento.

En solo dos meses y con la tarea docente que cumplir, no pude adueñarme del conocimiento de esa cultura como hubiera querido, sin embargo, en mí quedó un recuerdo que guardo en mi corazón: es un pueblo humilde que merece ser bien atendido y respetado sus principios y valores, su lengua y todo lo que de ellos se derive.

Por los medios de prensa internacional he obtenido noticias poco alentadoras de mortalidad infantil entre los wayuu y mi pensamiento vuelve a ellos.

Muchos años han pasado y la revista ENTRETEXTOS ha contribuido a que resurjan estas vivencias, en ella he visto nombres conocidos, he establecido contacto con personas que nos acogieron como si fuéramos miembros de sus familias, leo en sus páginas textos que exponen su cultura, alegrías y dolencias. El último número de la revista, Salvaguarda de saberes ancestrales en la educación planetaria, presidida por la Espiral de la Vida -wayuujiraakuayaa- me ha motivado a escribir estas líneas, en defensa del pluriconocimiento, según mandato de los Grandes Ancestros Primigenios que convidan a la convivencia de saberes en armonía.

Modelo de publicación sin fines de lucro para conservar la naturaleza académica y abierta de la comunicación científica
HTML generado a partir de XML-JATS4R