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Hernando Téllez y el cambio de la escritura garciamarquiana de 1952
Hernando Tellez and the chage of the garciamarquiana writing of 1952
Entretextos, vol. 17, núm. 32, 2023
Universidad de La Guajira

Argumentos

Entretextos
Universidad de La Guajira, Colombia
ISSN: 0123-9333
ISSN-e: 2805-6159
Periodicidad: Semestral
vol. 17, núm. 32, 2023

Recepción: 15 Agosto 2022

Aprobación: 10 Noviembre 2022

Todo lo publicado por revista Entretextos puede ser utilizado por cualquier medio respetando los términos de la licencia con la cual se publica.

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Resumen: Al mirar en perspectiva los mundos narrados de los primeros cuentos que García Márquez comenzó a publicar desde 1947, reunidos tardía e improvisadamente en el libro Ojos de perro azul, vemos que estos se desenvolvían en el entorno íntimo de la conciencia de personajes cuyo radio espacial y temporal no abarcaba un contexto reconocible y casi prescindía de alusiones históricas.

Al mirar en perspectiva los mundos narrados de los primeros cuentos que García Márquez comenzó a publicar desde 1947, reunidos tardía e improvisadamente en el libro Ojos de perro azul, vemos que estos se desenvolvían en el entorno íntimo de la conciencia de personajes cuyo radio espacial y temporal no abarcaba un contexto reconocible y casi prescindía de alusiones históricas. Sin embargo, el último cuento de ese libro, “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, es una excepción y, al mismo tiempo, la revelación de un cambio en la escritura garciamarquiana.

Ya en Antología del cuento colombiano, 1959, Eduardo Pachón Padilla, en su “Nota biográfica-crítica” que antecede al cuento de García Márquez “La noche de los alcaravanes”, advierte ese cambio en los mundos narrados del joven escritor y menciona diferencias entre su obra más reciente y sus primeros cuentos donde, según el crítico, el escritor

[s]e complace en construir un mundo extraño y desconocido […] habitado por seres irreales, anormales, alucinados […] que en un momento dado logran transformar tal estado en otro incorpóreo y abstracto que viene a liberarlos de esa especie de pesadilla […] Pero últimamente, quizá desde su cuento “Un día después del sábado”, y especialmente en su novela La hojarasca, ha cambiado bastante la confusión y ambigüedad que caracterizaba a su narración, por un poco de más claridad y lirismo, aun cuando siempre siguiendo el ritmo luminoso de las sugerencias alternadas que tanto le fascinan... (Pachón, 1959, pp. 467-468)

Si bien no queda claro qué quiere decir el crítico con el señalado aumento de “claridad y lirismo” recordemos que el cuento “Un día después del sábado” es publicado por primera vez en 1954 y será incluido en el primer libro de cuentos que el autor concibe como tal, Los funerales de la mamá grande, en 1962, y la novela La hojarasca será publicada en el 55 y eso hace que estemos sólo parcialmente de acuerdo con Pachón Padilla. Desde nuestra perspectiva, el señalado cambio en la escritura garciamarquiana que lúcidamente advierte el crítico ha sucedido dos años antes de lo que él supone en el cuento “El invierno”, publicado en diciembre de 1952, en el periódico El Heraldo y más tarde en la revista Mito, con el título “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, en 1955, y quisiéramos en este trabajo tratar de vislumbrar las condiciones alumbradoras de ese acontecimiento.

El contexto

Después de abandonar forzadamente Bogotá en 1948 a causa de El Bogotazo, García Márquez se ha radicado en el Caribe donde ha trabajado como periodista en los diarios El Universal de Cartagena y El Heraldo de Barranquilla, al tiempo que ha comenzado a escribir desde el 48 o el 49 su primera novela, La hojarasca. Es el año 1952, “[a] primeros de febrero recibió una carta de Losada a través de la oficina del El Heraldo. Acaso sea la mayor desilusión de su vida. García Márquez había dado por hecho que la publicación de La hojarasca era poco menos que segura, y fue un golpe durísimo saber que el comité editorial de Buenos Aires había rechazado el libro y, por así decirlo, lo había rechazado a él” (Martin, 2009: 188). En marzo de 1952 en carta dirigida a Gonzalo González el escritor se referirá a estos acontecimientos: “Ya sabes que la editorial Losada echó para atrás La Hojarasca […] Te digo que la voy a editar por suscripción popular y que voy a ponerle como prólogo el ribeteado y andrajoso concepto del consejo de la editorial” (García Márquez, 1991: 583). Es decir que el escritor, a comienzos del 52, ha redirigido su enojo con la editorial Losada –o quizá consigo mismo por su falta de espíritu autocrítico– al propósito de reescribir La hojarasca, por tercera o cuarta vez, para, al fin, publicarla en Colombia.

En la misma carta a Gonzalo González, menciona su reciente viaje a Aracataca en marzo de ese año, a donde acompañó a su madre a vender la casa de sus abuelos: “Acabo de regresar de Aracataca. Sigue siendo una aldea polvorienta, llena de silencio y de muertos. Desapacible; quizá en demasía, con sus viejos coroneles muriéndose en el traspatio, bajo la última mata de banano, y una impresionante cantidad de vírgenes de sesenta años, oxidadas, sudando los últimos vestigios del sexo bajo el sopor de las dos de la tarde” (Ibíd.). Quiere decir que durante 1952 el proceso de su tan reescrita primera novela se vio interferido por la experiencia impactante de ese viaje que fue como un retorno al tiempo de su infancia. De este impacto dice Dasso Saldívar:

Si García Márquez llegó a ponderar años después el regreso a Aracataca como la experiencia tal vez más decisiva de su carrera literaria, fue por el impacto que le produjo y por el marco de reflexión y ajuste que le ofreció. […] Este momento de lucidez sería providencial para él porque, además, lo armó de una paciencia infinita y le mostró que el camino para llegar al lugar de donde había arrancado y conocerlo verdaderamente por primera vez, como había dicho Eliot, era más largo y accidentado que lo que él creía. La casa de los abuelos que acababan de vender por siete mil pesos era el punto de partida y de llegada, el principio y el fin de todo, por lo menos hasta Cien años de soledad. Pero detrás de la casa había otras casas; detrás de Aracataca había otras Aracatacas, y detrás del tiempo, estancado y doméstico, casi viscoso que García Márquez venía intentando capturar en sus primeras narraciones, había otro tiempo, un tiempo dinámico y extenso, que lindaba y se confundía con el tiempo de la historia y la cultura de la Costa: era el tiempo de los abuelos en la Guajira y su éxodo de Barrancas a Aracataca, el tiempo de la guerra de los Mil Días, de las batallas de Riohacha, Carazúa y Ciénaga, el tiempo de Francisco el Hombre y los cantos vallenatos; era el tiempo de Bolívar muriéndose vilipendiado, perseguido y abandonado en la Quinta de San Pedro Alejandrino, y, más lejos todavía, era el tiempo de Francis Drake asaltando Riohacha y Cartagena en el siglo XVI. (Saldívar, 1997: 282-283)

Si según Saldívar después de esa experiencia se hizo evidente para el escritor que “detrás de Aracataca […] había otro tiempo”, Mario Vargas Llosa relacionará las consecuencias de esta impactante experiencia precisamente con uno de los relieves temáticos de “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, aparecido con el título “El invierno” en diciembre del mismo año:

La lluvia está infligiendo a Isabel, a su familia y a todo Macondo la misma muerte que la realidad infligió a la Aracataca de la memoria de García Márquez cuando él volvió al pueblo con su madre. Su primer esfuerzo para reconstituir con palabras ese átomo de realidad real agonizante que hizo de él un creador es el espectáculo de una realidad donde todo agoniza. (Vargas Llosa, 1971: 242)

Todo esto indica que en ese año un replanteamiento se ha operado entre el escritor y su perspectiva narrativa. Y justamente un primer resultado de ese replanteamiento es la escritura del cuento que nos ocupa, separado del borrador de la primera novela del cataquero.

La nueva conciencia del narrador

Si Saldívar ve que ese retorno a la Aracataca de la infancia hizo penetrar en la conciencia del escritor “otro tiempo, un tiempo dinámico y extenso, que lindaba y se confundía con el tiempo de la historia”, mientras que para Vargas Llosa la “realidad real agonizante que hizo de él un creador es el espectáculo de una realidad donde todo agoniza”, podríamos decir que, en acuerdo con estas visiones, en ese lapso preciso García Márquez ha comprendido que el tiempo de sus mundos narrados debe anclarse en el tiempo de la historia, historia que él conoce y ha vivido a través de su biografía y la de su linaje. Sin embargo, debe resolver los nuevos desafíos técnicos a los que se enfrenta si quiere contar historias cuyo tiempo y espacio se entrelacen con el eje del tiempo histórico, ese que conoce bien pues sobre él ha escrito casi que cotidianamente en los últimos años como autor de columnas periodísticas.

¿Cómo evocar ese eje del tiempo real sin caer en esa narrativa colombiana de horror, sangre y muerte que desde el comienzo de La Violencia inundaba las librerías de subproductos literarios? ¿Había otra manera de evocar literariamente los mecanismos de criminal exclusión tan caracterizadores de la historia colombiana? Desde nuestro punto de vista los cuentos publicados por Hernando Téllez en 1950 son en ese momento de la literatura colombiana una respuesta a las preguntas técnicas que conjeturamos se hacía el joven fabulador de Aracataca. El cuento “Cenizas para el viento” es a ese título ejemplar porque resolvía el problema técnico de la representación cruda de la violencia por la vía de la alegoría, el simbolismo y, los más importante, el desplazamiento del foco de percepción desde las víctimas objeto de la violencia hacia los sujetos que la activaban tanto física como simbólicamente. En el escritor cachaco el escritor caribeño encontró las soluciones técnicas que buscaba.

El cuento

No tenemos indicios de que la reescritura de La hojarasca haya avanzado a lo largo de ese año ni conocemos su estado de evolución y eso nos impide saber qué va de nuestro cuento a la novela y qué va de la novela a nuestro cuento, lo cierto es que “El invierno”, de casual publicación en diciembre, es el único fruto de ese periodo. Según Jacques Gilard:

El invierno” puede leerse como cuento, aunque es en realidad un fragmento que García Márquez separó de La hojarasca en 1952. Apareció en “El Heraldo”, Barranquilla el 24 de diciembre de 1952. No lo publicó su autor sino Juan B. Fernández R., hijo del director del periódico, con una nota breve de presentación (sin firma pero que recuerda claramente haber escrito) en la que manifestaba que se trataba de un capítulo de La hojarasca. Juan B. Fernández R. acababa de regresar de Europa e ignoraba lo que eran las vicisitudes editoriales de la novela y los cambios hechos por el autor. Encontró esas páginas en una gaveta de la redacción, les parecieron buenas y las publicó. Es difícil decidir si “El invierno” es un cuento o no… (Gilard, 2015: 100)

Es interesante la duda que expresa el crítico galo ante el estatus genérico de este texto en lo cual coincide un poco con la indiferencia que le depara el autor mismo, y es curioso también que aparezca publicado independientemente de su voluntad. Incluso podemos deducir que, caso único en la obra garciamarquiana, no tenía título y que, al tomar la iniciativa de publicarlo, el periodista improvisa uno con las dos palabras del comienzo. A esta nebulosa sobre el estatus que el autor da a su texto se agrega el extendido rumor según el cual el editor de la revista Mito, Jorge Gaitán Durán, que lo publicó por segunda vez en 1955, al rescatarlo de la caneca de la basura a donde su indiferente autor lo había tirado y preguntarle sobre él obtuvo la espontánea respuesta que Gaitán Durán tomará como título del texto: “Eso es un monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”.

No deja de ser extraña la actitud de indiferencia del autor ante este texto que, conjeturamos, lo ha ocupado durante muchos meses en el 52 y, como trataremos de mostrarlo, ha significado un cambio trascendental en su perspectiva para narrar mundos. Si el cuento fue separado de la novela en proceso fue porque seguramente García Márquez empezó a verlos como dos organismos autónomos y, quizá, no lo valoraba pues lo consideraba simplemente como un sobrante que le impedía terminar su primera novela, que en toda su vida fue la que más trabajo y tiempo le costó escribir. En él volvía a emplear la primera persona que ya había usado en “Amargura para tres sonámbulos”, 1949, “Ojos de perro azul”, 1950”, y “Alguien desordena estas rosas”, 1950, pero por primera vez en su arte narrativo el foco de percepción aumentaba su radio más allá de circunstancias estrictamente personales y nos daba un amplio paisaje social y geográfico. Tal perspectiva amplia del monólogo (que se multiplicará en La hojarasca) nos da el perfil social de cada personaje y, lo más importante, su pertenencia cultural en el mundo de la complejidad americana donde los personajes criollos no están solos.

El aislamiento monofónico que nos transmite la percepción de Isabel revela su conmoción derivada de la lluvia sobrenatural que la ha sacado, a ella y a los demás personajes, de la normalidad. El estado de incertidumbre despierta esa sensibilidad hacia la paradoja sobrenatural que viene a completar –y a perturbar– al mundo natural que ya habíamos percibido en sus primeros cuentos:

  1. “Al mediodía del miércoles no había acabado de amanecer” (p. 107)*[1]

  2. “Parecía un fantasma familiar ante el cual yo no sentía sobresalto alguno porque yo misma participaba de su condición sobrenatural”. (p. 107)

  3. “Al amanecer del jueves cesaron los olores, se perdió el sentido de las La noción de tiempo, trastornada desde el día anterior, desapareció por completo” (p. 108).

Sin embargo, en este cuento los fenómenos sentidos-vividos son una derivación de un fenómeno mayor, la lluvia. Los personajes, y particularmente Isabel, viven una conmoción de la normalidad del mundo a través de fenómenos que impactan la sensibilidad y que parecen alegoría, síntoma o símbolo de un desorden superior. Aquí estaríamos viendo la lección aprendida en “Cenizas para el viento” donde los perfiles de los personajes y el violento desorden de la normalidad del mundo sólo son insinuados alegóricamente. Y, como alumno que supera al maestro, en su obra posterior García Márquez amplificará las alegorías del fatum o destino trágico que desordena la tranquilidad de Macondo.

El otro tratamiento de “Cenizas para el viento” que se proyecta aquí es que las realidades del desorden violento del mundo narradas desde la percepción de los sujetos que las agencian no son vistas por ellas mismas, son eufemizadas, como si el mundo violento fuera algo natural –como si la violencia no fuera violencia–. Así, en la voz de Isabel se despliega un mundo donde los criollos están acompañados de no criollos que, según toda evidencia, no son como Isabel y los miembros de su entorno familiar. Es la primera aparición en la obra garciamarquiana de la alteridad cultural: no tienen voz y están ahí para servir, es decir que siguen órdenes, son los que trabajan y acomodan las cosas ante el desorden que ha

producido la prolongada y sobrenatural lluvia. Isabel entonces les da órdenes y los nombra desde arriba, desde su posición que es naturalmente superior:

  1. “… Será mejor que los guajiros las pongan [las macetas] en el corredor mientras escampa”. Y así lo hicieron mientras la lluvia crecía como un árbol inmenso entre los árboles. (103)

  2. La casa estaba en desorden; los guajiros sin camisa y descalzos, con los pantalones enrollados hasta las rodillas, transportaban los muebles al (106)

Como cosa natural, en la voz interior de Isabel los guajiros están en condición de humillación, inferioridad, silencio, rendición e impotencia:

  1. En la expresión de los hombres, en la misma diligencia con que trabajaban se advertía la crueldad de la frustrada rebeldía, de la forzada y humillante inferioridad bajo la (106)

  2. Fue un crepúsculo prematuro, suave y lúgubre, que creció en medio del silencio de los guajiros, que se acuclillaron en las sillas, contra las paredes, rendidos e impotentes ante el disturbo de la (107)

Los indicios y alusiones de Isabel nos presentan el orden establecido: sociedad fuertemente estratificada como resultado de algún pasado de sometimiento que determinó que una parte de la población está en condición superior a la otra. En la voz de Isabel no hay valoraciones y asignación de cualidades; más bien ella presenta el orden y su posición en él desde su subjetividad. En el único momento en que los guajiros hacen algo por sí mismos, son detenidos por una orden del padre de Isabel que, con ello, hace retornar el orden en que los guajiros no pueden hacer algo que el amo no haya ordenado: “El martes amaneció una vaca en el jardín […] los guajiros trataron de ahuyentarla con palos y ladrillos […] la acosaron hasta cuando la paciente tolerancia de mi padre vino en defensa suya: “Déjenla tranquila –dijo–. Ella se irá como vino” (104-105). No hay ningún adjetivo o calificación que nos diga en la narración quiénes son los guajiros. Sólo queda claro, en lo social, el régimen colonial y, en lo subjetivo, la asunción de este mundo como normal. Es la otra lección de Téllez: la violencia no es dicha como tal sino a través del foco perceptivo de su agente que la atenúa o naturaliza.

En el Macondo que representa literariamente la realidad americana este régimen de sometimiento de personajes criollos sobre su alteridad cultural continuará en las novelas La hojarasca y en Cien años de soledad. En la primera, la voz que eufemiza el sometimiento de los guajiros será extrapolada a la figura del coronel y por esa vía se intensificará la diferencia jerárquica entre el criollo y el no criollo; sin embargo, una guajira tendrá voz. En la segunda, algunos guajiros tendrán voz, serán agentes de contagio de la peste del insomnio y, al dar su lengua a los niños Buendía, son factor de heteroglosia en el mundo narrado. En la novela de los años cincuenta la historia les quita estatus a los criollos y los pone en inevitable decadencia, mientras que en la saga de los Buendía la estirpe criolla que no supo amar desaparece. Definitivamente en este cuento no sólo se logra dominar una nueva técnica de la perspectiva narrativa, sino que, además, quedaron esbozados grandes tópicos de la futura escritura garciamarquiana. Es como si en él, que no mereció título, fue abandonado en una gaveta o tirado a la basura, García Márquez se hubiera auto- descubierto.

Notas

Referencias bibliográficas García Márquez, G. (1999). “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, Cuentos 1947- 1992. Editorial Norma. Bogotá, p. 102-110.

García Márquez, G. (1991). “Autocrítica”, Textos costeños. Obra periodista I, 1948-1952. Mondadori, Barcelona, pp. 582-584.

Gilard, J. (2017). “Renovación del cuento hispanoamericano. Ojos de perro azul de Gabriel García Márquez”, Así leí a García Márquez. Collage Ediciones. Bogotá, pp. 91-193.

Martin, G. (2009). Gabriel García Márquez. Una vida. Debate. Bogotá.

Pachón Padilla, E. (1959). “Nota biográfica-crítica”, Antología del cuento colombiano. Biblioteca de Autores Colombianos, Ministerio de Educación Nacional, Ediciones de la Revista Bolívar, pp. 467-468.

Saldívar, D. (1997). García Márquez. Viaje a la semilla. La biografía. Alfaguara. Bogotá.

Vargas Llosa, M. (1971). García Márquez. Historia de un deicidio. Editorial Barral. Barcelona.

Nota [1] Citaremos según la edición Cuentos 1947-1992, Editorial Norma, 1999.


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